miércoles, 24 de abril de 2013

Platos de cuchara

Cada vez que como un buen plato de arroç amb fessols i naps, un potaje o incluso una humilde sopa de ajo, me pregunto el porqué del abandono contemporáneo de los platos de cuchara.  No me acaba de convencer la explicación convencional que dice que ya no hay tiempo para cocinar. Muchos de estos platos apenas precisan de un rato para su preparación, ocupándose el resto del tiempo en la cocción, que muchas veces concluye por calor residual, incluso durante la noche. Algunos platos, como muchas sopas sabrosísimas, ni siquiera necesitan una cocción larga.



A veces me parece que todo se deriva en realidad de una concesión más a los caprichos infantiles, que se arrastra luego por dejadez e incultura gastronómica hasta la edad adulta. Antes, si el chaval no quería sus lentejas o su potaje, no tenía otra que comérselos y, con el tiempo, aprendía a apreciarlos. Ahora, basta que diga que no los quiere para que su mamá le haga, amorosa, los macarrones o la pizza que parecen ser lo único que gusta a la juventud de estos días, aparentemente indignados con todo menos con la bazofia que comen.

Por supuesto, en otro de esos quiebros satíricos con que tantas veces se nos ríe la vida en la cara, los platos de cuchara están resurgiendo en la hostelería, con nombres ornamentados, la procedencia de cada ingrediente bien identificada en la carta, y precios más propios de un salón parisino que de una casa de comidas, trasunto comercial del comedor de la abuela, sacro origen de todo lo sabroso del mundo.

jueves, 4 de abril de 2013

La melodía del afilador


Hará casi cinco años de la última vez que oí la característica melodía aflautada y aguda de la armónica del afilador recorrer las calles de mi barrio, lo vi por la ventana con su artefacto motorizado. Por esas fechas mis reflejos fotográficos aún eran lentos y cuando decidí salir a tomar unas fotos del afilador ya había desaparecido sin dejar rastro.  Recorrí un rato las calles adyacentes pero parecía que se hubiera desvanecido como el humo.

De pequeño recuerdo haber oído esa melodía más a menudo, al menos una vez a la semana se le oía  acercarse. Cuando esto pasaba, algunas veces mi madre dejaba todo lo que estaba haciendo, cogía los cuchillos y tijeras y bajaba rápido para que le afilaran esos enseres, yo no entendía muy bien el porqué de tanta prisa, quizás para no tener que esperar ya que parecía tener mucha clientela o quizás el afilador se alejaba rápido y no se demoraba mucho en una misma calle.

Una vez me tocó a mí bajar y me fascinó la manera de trabajar el metal que tenía el afilador mientras le daba a un pedal y la mola giraba a toda velocidad, de ese proceso me gustaba ver las chispas del metal y observar la bicicleta modificada para la profesión.

Esos recuerdos quedaron enterrados en mi memoria hasta que paseando por otra ciudad vi a uno estacionado en la entrada de un mercado. No era el típico afilador ambulante pero su arte al afilar el metal me trajo de repente esos recuerdos y esta vez sí que le pude hacer la foto.